(26 ENERO A 2 FEBRERO DE 1943)
Tras 70 años de la finalización de la Segunda Guerra Mundial muchos recuerdos nos quedan de aquella infame catástrofe humana.
De todos los capítulos de su historia, Stalingrado sea, quizá, uno de los más cruentos así como decisivo para el devenir de los acontecimientos.
La ciudad de Stalingrado (actual Volgorado) supuso el final del camino para miles de soldados alemanes y para las aspiraciones de éxito de un trastornado Hitler y su camarilla.
Casi cuatro años después del inicio de la guerra, la derrota de Stalingrado fue el mazazo crucial a partir del cual sobrevino una lenta agonía del ejército alemán en su retirada hasta la mismísima Puerta de Branderburgo.
La recreación histórica de hoy intenta reflejar el último día de combates en la ciudad, con los alemanes sin más opción que rendirse o morir.
Sirva, pues, el día de hoy, para la memoria de las miles de vidas sesgadas producto de la infamia y vileza de unos pocos, sea en la guerra como en la paz.
La ciudad de los muertos
El silencio que el 2 de febrero reinaba en la ciudad arruinada era sobrenatural para los que se habían acostumbrado a la destrucción como a un estado natural. Grossman se refirió a montículos de escombros y cráteres de bombas tan profundos que los rayos del sol invernal con sus ángulos bajos no parecían nunca llegar al fondo, y de «raíles de tren, donde los vagones están boca arriba, como caballos muertos».
Unos 3.500 civiles fueron puestos a trabajar en cuadrillas de enterradores. Apilaban los cadáveres alemanes congelados como troncos al lado del camino, y aunque tenían unas cuantas carretas arrastradas por camellos, la mayor parte del trabajo de limpieza era realizado con trineos y carretillas improvisadas. Los alemanes muertos fueron llevados a los búnkeres, o lanzados a la gran zanja antitanque excavada en verano anterior. Más tarde, 1.200 prisioneros alemanes fueron puestos a hacer el mismo trabajo, utilizando carretas tiradas por hombres en vez de caballos. «Casi todos los miembros de estas cuadrillas de trabajo —informó un prisionero de guerra— pronto se murieron de tifus». Otros («docenas cada día», según el oficial de la NKVD en el campo de Beketovka), fueron ejecutados por sus escoltas en el camino al trabajo.
La horripilante huella del combate no desapareció de inmediato. Después de que el Volga se deshelara en primavera, bultos de piel ennegrecida y coagulada fueron encontrados en la orilla del río. El general De Gaulle, cuando se detuvo en Stalingrado de camino a Moscú en diciembre de 1944, se sorprendió al descubrir que todavía se estaban desenterrando cuerpos, pero esto iba a continuar por varias décadas. Casi todas las obras en los edificios hallaban restos humanos de la batalla.
Más asombrosa que el número de muertos resulta la capacidad de supervivencia humana. El comité del Partido en Stalingrado realizó reuniones en todos los distritos «liberados de la ocupación fascista», y rápidamente organizó un censo. Encontraron que al menos 9.796 civiles habían vivido durante el combate, en medio de las ruinas del campo de batalla. Entre éstos había 994 niños, de los cuales sólo nueve se reunieron con sus padres. La amplia mayoría fue enviada a los orfanatos del estado o se les dio trabajo en despejar la ciudad. El informe no dice nada de su estado físico o mental, presenciado por una asistente de Estados Unidos, que llegó poco después del combate a distribuir ropa: «La mayoría de los niños —escribió— habían estado viviendo en el terreno durante los cuatro o cinco meses de invierno. Estaban hinchados de hambre.
Se encogían en los rincones, con miedo de hablar, incluso de mirar a la gente a la cara». (…)
(…)Las autoridades no permitieron que los civiles que habían escapado al margen oriental retornaran a sus casas, porque era necesario quitar las bombas que no habían explosionado. Los equipos de limpieza de minas tenían que preparar un patrón de «corredores especiales de seguridad». Pero pronto muchos lograron deslizarse por el Volga helado sin permiso. Aparecieron mensajes escritos con tiza en los edificios arruinados, testificando que numerosas familias habían quedado rotas por el combate: «Mamá, estamos bien. Búscanos en Beketovka. Klava».
Muchas personas no descubrieron si sus parientes estaban vivos o muertos hasta después de que la guerra terminó. (…)
(…)El estado de la mayoría de prisioneros en el momento de la rendición era tan lastimoso, que era previsible una considerable tasa de mortalidad para las siguientes semanas y meses. Es imposible calcular cuánto fue agravado esto por los malos tratos, la brutalidad ocasional y, sobre todo, por las deficiencias logísticas. De los 91.000 prisioneros tomados al final de la batalla, casi la mitad había fallecido en el momento en que empezó la primavera. El propio Ejército Rojo reconoció en informes posteriores que las órdenes para el cuidado de los prisioneros habían sido ignoradas, y que es imposible decir cuántos alemanes fueron ejecutados sin control durante la rendición o inmediatamente después, con frecuencia en venganza por la muerte de parientes o camaradas.
La tasa de mortalidad en los llamados hospitales era aterradora. El sistema de túneles en la garganta del Tsaritsa rebautizado como «Hospital de prisioneros de guerra n° 1» siguió siendo el más grande y horrible, aunque sólo fuera porque no habían quedado edificios en pie que ofrecieran alguna protección contra el frío. Las paredes rezumaban agua, el aire estaba poco menos que contaminado, reciclaje malsano de la respiración humana, con tan escaso oxígeno que las pocas lámparas de aceite, hechas de latas, titilaban y se apagaban constantemente, dejando los túneles en la oscuridad. Cada galería no era más ancha que las víctimas tendidas allí, una al lado de otra, en la húmeda tierra removida del suelo del túnel, de modo que era difícil, en la penumbra, no tropezar o pisar algún pie que sufría de congelamiento, provocando roncos alaridos de dolor.
Muchas de estas víctimas de congelamiento murieron de gangrena porque los cirujanos no daban abasto. Otra cuestión es si hubieran sobrevivido a una amputación en su debilitado estado y sin anestesia.
La condición de muchos de los 4.000 pacientes era penosa en grado sumo y los doctores se veían impotentes pues los hongos se propagaban en la carne podrida. Casi no había vendas ni medicamentos. Las úlceras y las llagas abiertas ofrecían puntos fáciles de entrada al tétanos generado por la suciedad. La instalación sanitaria, que consistía en un único cubo para veintenas de hombres afectados por la disentería, era incalificable, y por la noche no había lámparas. Muchos hombres estaban demasiado débiles para levantarse del suelo y no había suficientes camilleros para responder a los constantes gritos pidiendo ayuda.
Los camilleros, ya débiles por la desnutrición y pronto acosados también por la fiebre, tenían que sacar agua contaminada del barranco.
Los doctores carecían incluso de una lista fiable de los nombres de los pacientes, por no hablar de recetas médicas adecuadas. Las tropas rusas de la segunda línea, y también los miembros de las unidades de ambulancia, habían robado el equipo médico y las medicinas, incluidos los analgésicos. El capellán protestante de la 297.ª división fue muerto por la espalda por un mayor soviético cuando se inclinaba para ayudar a un hombre herido.
Los oficiales médicos rusos estaban espantados por las malas condiciones. Algunos eran comprensivos. El comandante ruso compartía sus cigarrillos con los doctores alemanes, pero otros miembros del personal soviético intercambiaban pan por los relojes que hubieran escapado a las primeras rondas de saqueo. Dibold, el doctor de la 44.ª división de infantería, contaba cómo, cuando una cirujana del ejército, alegre y con una cara colorada de ancestro campesino, vino a negociar por los relojes, un joven austriaco de una familia pobre le mostró un reloj de plata, una reliquia familiar que sin duda le entregaron al marchar a la guerra, y a cambio recibió media hogaza de pan que el joven dividió entre otros hombres, quedándose con la porción más pequeña para él.
La miseria también sacó la escoria a la superficie. Ciertos individuos explotaron el desamparo de sus antiguos camaradas con una desvergüenza antes inimaginable. Los ladrones robaban a los cadáveres y a los pacientes más débiles. Si alguno tenía un reloj, un anillo de matrimonio o cualquier otro objeto de valor, pronto se lo arrebataban en la oscuridad. Pero la naturaleza tiene su propia forma de justicia poética. Los ladrones de los enfermos rápidamente se convirtieron en enfermos de tifus, víctimas de los piojos infectados que venían con el botín. A un intérprete, conocido por sus infames actividades, se le encontró, cuando murió, una gran bolsa de anillos de oro que escondía.
Lo que más temían los doctores para sus pacientes, sin embargo, no era a la muerte por inanición, sino a la epidemia de tifus. Muchos habían esperado un brote en el Kessel cuando aparecieron los primeros casos, pero no se habían atrevido a expresar sus preocupaciones pues temían que se desatara el pánico. En el sistema de túneles, continuaban aislando las diferentes enfermedades según iban apareciendo, fuera difteria o tifus. Rogaron a las autoridades que procuraran centros de despiojamiento, pero muchos soldados del Ejército Rojo y casi todos los civiles de la región estaban todavía infestados. (…)
(…)No es sorprendente que muchos murieran. Parecían quedar pocas razones para luchar por la vida. La perspectiva de ver otra vez a la familia era remota. Alemania estaba tan lejos que podría haber estado en otro mundo, un mundo que ahora parecía tener más que ver con la pura fantasía. La muerte prometía una liberación del sufrimiento, y hacia el final, sin dolor y sin fuerzas, no había más que un sentimiento de flotante ingravidez. Era más probable que sobrevivieran aquellos que luchaban, fuese por fe religiosa, o por una obstinada negativa a morir en esa sordidez, o por estar decididos a vivir para el bien de sus familias.
La voluntad de vivir desempeñaba un papel igual de importante en aquellos que fueron llevados a los campos de prisioneros. Los que Weinert llamó «fantasmas harapientos que cojeaban y arrastraban los pies» seguían al hombre que iba delante. Tan pronto como el esfuerzo de la marcha calentaba sus cuerpos, podían sentir que los piojos se volvían más activos. Algunos civiles les arrebataban las mantas de la espalda, les escupían en la cara o les tiraban piedras. Era mejor estar adelante en la columna, y lo más seguro, estar cerca de uno de los escoltas. Algunos soldados junto a los que pasaban, en contra de las órdenes del Ejército Rojo, disparaban por divertirse a las columnas de prisioneros, exactamente como los soldados alemanes habían disparado a los prisioneros del Ejército Rojo en 1941. (…)
(…)Desde el comienzo, las autoridades soviéticas se dispusieron a dividir a los prisioneros de guerra, primero según nacionalidad, después según afiliación política. Los prisioneros rumanos, italianos y croatas recibieron el privilegio de trabajar en la cocina, donde los rumanos en particular se propusieron vengarse de sus antiguos aliados. Los alemanes no sólo los habían metido en este infierno, sino que también, según creían, habían reducido sus suministros en el Kessel para alimentar mejor a sus propias tropas. Bandas de rumanos atacaban a los alemanes que individualmente recogían comida para su cabaña y se la quitaban. Los alemanes en represalia enviaban escoltas a guardar a los portadores de su comida.
«Después vino otra sorpresa — relató un sargento mayor de la Luftwaffe —. Nuestros camaradas austríacos súbitamente dejaron de ser alemanes. Se llamaban «Austritsf esperando recibir un mejor trato, cosa que efectivamente ocurría». Los alemanes se sentían amargados de que «toda la culpa de la guerra se atribuyera a aquellos de nosotros que seguían siendo «alemanes», particularmente desde que los austriacos, con un interesante giro de la lógica, tendían a culpar a los generales prusianos, más que al austriaco Hitler, por su situación.
La lucha por sobrevivir seguía siendo de suma importancia. «Cada mañana los muertos eran colocados fuera del bloque de barracas», escribía un oficial de blindados. Estos cadáveres congelados y desnudos eran después amontonados por cuadrillas de trabajo en una línea siempre en expansión a un lado del campo. Un doctor estimó que en Beketovka la «montaña de cuerpos» era «de unos 90 m de largo y dos de alto». Al principio de cincuenta a sesenta hombres morían cada día, estimaba un suboficial de la Luftwaffe. «No nos quedaban ya lágrimas», escribió después. Otro prisionero empleado como interprete por los rusos logró más tarde leer el «registro de defunciones». Apuntó que hasta el 21 de octubre de 1943, habían muerto sólo en Beketovka 45.200. Un informe de la NKVD reconoce que en todos los campos de Stalingrado, 55.228 prisioneros habían muerto hacia el 15 de abril, pero uno no sabe cuántos fueron capturados entre la operación Urano y la rendición final.
Extracto del libro:
“Stalingrado” de Antony Beevor
Puedes usar estas imágenes para personalizar el mapa de la batalla.
Mi recomendación es llenar toda la mesa de edificios, ya sea en ruinas o en pie. De esta manera se logrará mejor el ambiente urbano del ataque a la fábrica.
Puedes descargarte el escenario en el siguiente enlace (PDF):
Puedes descargar las listas de ejército preparadas en los siguientes enlaces PDF: