El despertador sonó a las siete en punto como cada mañana. Pero el señor Ramírez no tuvo, ni siquiera, intención de apagarlo. Llevaba despierto toda la noche.
La fiesta de cumpleaños de su señora madre el día anterior lo dejó raro. La atractiva mujer de piel blanca y curvas impresionantes que se le insinuaba, los extraños cócteles que preparaba un individuo desconocido y sospechoso; todo fue demasiado para aquel soltero cincuentón y calvo. Por la mañana no se sentía ni bien ni mal. Quizás estaba un poco pálido y con los ojos rojos y, eso sí, tenía un hambre inhumana.
Buscó a su madre por toda la casa sin éxito. Aquella anciana rechoncha y arrugada preparaba unos desayunos deliciosos con tortitas y pan de nueces. Sintió un vacío en su interior y abandonó su búsqueda para salir a por algo que le saciara mucho más. Ese día no iría a aquel trabajo mal pagado en aquella oficina maloliente. Su único propósito en la soleada mañana era comer algo.
En la calle no había movimiento de gente pero el olor a humanidad le inundó las fosas nasales. Se quedó quieto en la acera sin saber a dónde ir. Una niña que arrastraba una mochila con ruedas se le acercó. Al verlo, lanzó un alarido estridente y corrió en dirección contraria dejando sus cosas en el suelo.
El señor Ramírez se quedó perplejo durante un instante. Tiró el brazo sangrante, arrugado y medio comido de mamá izquierda y, acto seguido, dio rienda suelta a sus instintos encaminando su lento deambular en dirección a la apetitosa niña calle abajo.
Cartaginés