Y un día despertó.
Y sintió pánico.
No tardó mucho en ser consciente de dónde se encontraba. Estaba encerrado en un saco de dimensiones reducidas, con paredes resbaladizas. Se sentía húmedo y, a pesar de estar desnudo, no tenía frio. Era una sensación muy agradable. Lo peor de todo era la oscuridad en la que se hallaba.
No sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente ni recordaba nada de su pasado.
“¿Qué me ocurrió?”, se preguntó, “¿Quién me metió aquí dentro?”
Deseaba conocer la respuesta.
Intentó recordar, acceder a lo más profundo de su memoria, pero lo único que consiguió fueron retazos inconclusos de personas y lugares desconocidos, como diapositivas fugaces en una pantalla difuminada. Poco a poco las imágenes se fueron desvaneciendo hasta que quedó sólo, en la penumbra, sin esperanza.
Al cabo de un periodo de tiempo indefinible reparó en la ausencia de hambre.
“¿Cómo es posible?”, pensó desesperado.
Llevaría despierto días enteros pero en ningún momento tuvo la necesidad de comer.
“¿Estoy muerto?”…
Esa era la explicación más razonable.
“Si así es la muerte, entonces es muy cómoda”, “O quizá en mi vida fui una buena persona y ahora estoy en el paraíso”, se deleitó con sus pensamientos.
Estaba relajándose cuando un golpe lo sacó de su ensimismamiento. Alguien zarandeó el saco y volvió a sentir pánico. Esta vez intentó salir. Empezó a dar patadas y puñetazos con la esperanza de poder liberarse pero, al no conseguir nada, desistió. Aunque el traqueteo cesó.
Ahora escuchó algo en el exterior. No logró discernir el tipo de sonido, pero aquello lo relajaba. Era una melodía rítmica que pronto lo durmió apaciblemente.
Despertó sobresaltado por algún movimiento brusco. Prestó atención pero el único sonido que escuchaba era el de su propio corazón. Los latidos eran extraños. Como si rebotaran en las paredes devolviéndole el eco, pero no le dio importancia.
Escuchó hablar a alguien en el exterior algo que no entendía. El sonido era cada vez más nítido. Parecía que sus oídos empezaban a despertarse del largo letargo. Escuchó una voz hermosa que le produjo una sensación de tranquilidad.
“¿Quién será?”, se dijo a sí mismo, “Quizá es la persona que me encerró aquí dentro”, concluyó. Y se relajó pues no parecía importarle. El hecho de saber que no podía salir de allí acabó por vencerle. Al fin y al cabo no se estaba tan mal.
La cada vez más intensa mezcla de ruidos, el esporádico resplandor que se filtraba a través de las paredes, los suaves movimientos, la sensación de estar flotando, la vida sin necesidades; no le hacía falta nada más. Si la muerte era eso, no le importaría morir cien veces.
Pero algo en lo más profundo de su ser le decía que debía estar preparado. “¿Para qué?”, no dejaba de preguntarse.
Pasó el tiempo y, de repente, descubrió que no podía respirar. Se aterrorizó durante un instante al comprobar que estaba sumergido en algún líquido que le impedía respirar. “¿Qué clase de tortura es esta?”. La diapositiva de una bolsa con agua y un gran pez dentro pasó por su mente durante un segundo para luego desaparecer.
El terror de sentir como se ahogaba hizo que volviera a pelear por salir. Tuvo que darle un golpe a alguien porque se escuchó un quejido apagado. Pero el siguió agitándose hasta que el shock le provocó el desmayo. Sintió que moría de verdad.
Volvió a despertar descubriendo que no necesitaba respirar. Se olvidó de ello porque ahora se sentía más estrecho en su prisión. “¿Me cambiaron de sitio mientras dormía?”, se preguntó, “Pero, ¿Por qué?”.
Empezó a sentir curiosidad por todo. Se palpó el cuerpo, explorando el contorno como si no conociera sus formas. Mientras se tocaba, notó algo extraño. Localizó un brazo pero… ¡No era el suyo! Sintió miedo. No estaba solo. Su mente bullía con preguntas.
“¿Cómo es posible que no me diera cuenta hasta ahora?”, “Alguien lo metió mientras yo estaba inconsciente”, “Quizá es otro preso”. Una oleada de sentimientos afloró en su cuerpo. La sensación del espacio robado, el bienestar atacado. El miedo pasó a la ira, la forma de protección primigenia del ser humano.
Intentó deshacerse del otro. Le dio patadas y golpes con los puños, pero aquel respondió. Se inicio una pelea dentro de la, hasta ese momento, dulce prisión. El objetivo estaba claro, tenía que expulsar al intruso que, a todas luces seguro, quería quitarle su lugar privilegiado. La lucha en el interior provocó una respuesta en el exterior. Una luz iluminó tenuemente la escena, pero le faltaba definición en la vista. Con los ojos bien abiertos sólo vislumbraba sombras. Con todo ese tiempo a oscuras consideró normal el mal funcionamiento de su visión. Aún así, acertó a ver que estaba luchando con alguien sospechosamente parecido a él en las formas.
“¿Qué pesadilla es esta?”, se inquietó, “¿Estoy peleando conmigo mismo?” “Me acabaré volviendo loco”. Esa certeza le provocó indecisión. El otro ser quizá pensó lo mismo porque dejó de golpear. Cansado por la pelea, acabó durmiéndose.
Tuvo un sueño extraño. El primer sueño que tenía desde que despertó, cosa más extraña aún. Estaba sentado, junto a más gente, dentro de una habitación alargada. Todos estaban sentados en la misma dirección. Algunos dormían, otros hablaban entre ellos y alguno caminaba por el pasillo estrecho que cruzaba la habitación a lo largo. Miró por una de las muchas pequeñas ventanas alineadas en las paredes y vio el cielo azul surcado por nubes moviéndose con rapidez. Sintió una punzada extraña en la cabeza y reparó en un punto del horizonte donde un minúsculo objeto se hacía cada vez más grande. En pocos segundos el objeto se hizo enorme y él sintió la urgente necesidad de despedirse de alguien. Luego toda la escena se desdibujó dejando un haz de luz cegadora.
Despertó bruscamente.
Algo o alguien ejercía presión sobre el saco y una fuerte convulsión lo impulsó hacia arriba o hacia abajo, era difícil de precisar. Sintió miedo y palpó alrededor sin encontrar nada ni nadie. Estaba solo y se extrañó. “¿Dónde está el otro?”, “¿Y si lo maté en la pelea?”. Otra fuerte convulsión lo apartó de sus pensamientos y le hizo concentrarse en sobrevivir. Su prisión se había convertido en un caos. Todo se movía con violencia. Notó una punzada de dolor. O salía pronto de allí o podría morir. Buscó una salida y descubrió una pequeña abertura de donde emanaba una luz radiante. Supo que era la salida. No había tiempo que perder. Se lanzó de cabeza hacia la luz. Entonces, de repente, algo frío y duro le agarró por la cabeza y tiró de ella con fuerza, arrastrándolo hacia el exterior. Una vez fuera la intensa luz inundó sus sentidos. Súbitamente sintió mucho frío. Estaba indefenso en un vasto lugar sin límites aparentes. En ese momento su intuición le dijo que volviera adentro, a su cálida y cómoda prisión. Pero era incapaz. Un gigante le agarraba por los pies y lo zarandeaba sin compasión. Era su fin.
En ese momento escuchó un lloriqueo angustioso cerca de él y decidió imitarlo. Como si de eso se tratara, el llanto consiguió cesar el castigo de aquel ser cruel. Memorizó la utilidad del llanto para conseguir un fin, mientras escuchaba una voz familiar y alegre que lo tranquilizó.
Tuvo la impresión de que era libre. La condena había finalizado.
Lo que en realidad desconocía era, que no había hecho nada más que empezar…
Fdo. “El Cartaginés”