Campoleone, 15 Febrero de 1944 (Sector Anzio)

23:00 horas

Esa noche fue particularmente fría.

Los copos de nieve caían lentamente creando un manto de tranquilidad en la tensa espera.

En cierto modo, el paisaje se parecía mucho a cualquier pueblo invernal prusiano: grandes extensiones de campos abiertos, salpicados aquí y allá por árboles solitarios y la humedad propia de un pueblo costero.

De carácter taciturno, Zillias disfrutaba de sus últimas horas previas al combate de la manera que más le tranquilizaba, fumando en pipa. La mezcla de olores del tabaco bávaro producía sensaciones extásicas en un hombre tan sibarita como el teniente.

Se hallaba sentado en el porche de una casa confiscada a una familia adinerada italiana. 

Daños colaterales.

En frente del edificio, unos soldados se afanaban cargando cajas de munición en un camión. Zillias supervisaba en silencio la operación, como abstraído. A su memoria llegaban recuerdos de su pueblo natal, Königsberg, y de cómo su padre, militar de profesión, tuvo que cuidar de sus cuatro hijos tras la muerte de su madre, provocada por unas fiebres de origen desconocido y que acabaron con ella en dos semanas… 

De repente, un fuerte golpe le hizo volver a la realidad. Un soldado había tropezado tirando la caja que transportaba, rompiéndose al llegar al suelo y desparramando miles de proyectiles de ametralladora por el fango de la calle.

Los seis soldados cesaron su actividad y miraron al teniente con el miedo reflejado en sus caras, sobretodo el causante del estropicio, cuyo rostro era la viva imagen del pánico.

Zillias, con el semblante serio, indicó al soldado que se acercara. Éste llegó corriendo.

  Lo siento teniente, no era mi intención. La caja se me resbaló y…  dijo apresuradamente el chico.

  ¡Cállese!  le cortó Zillias.   No quiero excusas de niño pequeño.

El soldado se sonrojó y agachó la cabeza. Tenía claros síntomas de extenuación. El teniente comprendió su torpeza. La 10ª Compañía de infantería llevaba tres días de marcha forzada, a pie en su mayoría, desde el sector  de Cassino al este. Todos estaban cansados y eso hacía mella en unos hombres que sentían cada vez más ganas de volver a casa y olvidar el infierno de la guerra.

  ¿Qué castigo cree que se merece por esto, soldado?  No tenía ganas de pensar.

Supongo que lo de siempre, limpieza de letrinas, señor.  Era el castigo habitual del teniente Zillias, poco original.

El oficial  reflexionó durante un instante.

No será hoy. Recoja todo eso de inmediato. Vosotros ayudadle, y luego iros a dormir un poco. Mañana necesitaré hombres descansados y no niños asustadizos.  dijo dirigiéndose a los demás.

No era habitual en la disciplina inculcada por su padre dejar sin castigo un error semejante, pero Zillias comprendía cada vez mejor a sus hombres. Compartía con ellos muchas semanas de lucha y, en el fondo, también él estaba cansado de una guerra a todas luces perdida ya.

Al cabo de media hora se encontraba sólo, meditando acerca del día siguiente.

Cuando el coronel Beaulieu, el mando del 8º Regimiento, le comunicó las órdenes de atacar a los americanos al Norte de su cabeza de playa e intentar llegar a Carroceto esbozó una sonrisa. Era la primera vez que lucharía contra los yanquis. Cuando lo imaginaba siempre le venía a la mente la imagen de montones de vaqueros montados en caballo y disparando con sus Winchesters. Le gustaban mucho las novelas del Lejano Oeste. 

Por desgracia, mañana vería otra imagen muy diferente.

Mentalmente, hizo un repaso de las fuerzas que tenía a su disposición para el ataque.

Una compañía de granaderos, la mitad reclutas pero valientes. La División le proporcionaba un apoyo de tanques Panzer IVH, muy fiables. Bombardeo previo de artillería y cortina de humo para el avance. Táctica básica del manual de infantería.

No podría contar con la aviación por la previsión de tormentas, pero eso no le importaba, era de la antigua escuela. Para él, los aviones eran un instrumento opcional que no proporcionaba gran ventaja, y, aunque  tenía cierta utilidad, nunca pensaba en ellos a la hora de planificar los ataques.

La noche no tardaría en desvanecerse. La pipa se había consumido hacía media hora y el frío empezaba a calar sus huesos. 

Se levantó de la mecedora dispuesto a meterse unas horas en alguna cama caliente. No dejaba de pensar en los vaqueros. 

“Esperemos que mañana ellos hagan el papel de Custer y nosotros el de los Indios”, una sonrisa afloró en los labios de Zillias. “Sí. Mañana cabalgaremos hacia Little Big Horn”…