21 de Mayo de 1940
La columna militar se adentró en el pequeño pueblecito, de nombre Agny, al sur de Arras. Las viviendas eran todas de una sola planta con jardín. Un lugar tranquilo e ideal para un retiro sin sobresaltos.
Absorto en esos pensamientos, el Sargento Mayor Gerhard Stein contemplaba el bonito paisaje de la campiña francesa. El Sol comenzaba a bajar hacia el oeste brillando sobre los campos de trigo y alargando las sombras de los abundantes árboles frutales a los lados del camino.
No era normal que un soldado de apenas 20 años pensara en retirarse, pero después de casi un año de guerra luchando: primero en Polonia, después en Noruega y ahora aquí; al menos necesitaba un descanso, por corto que fuera.
Se encontraba temporalmente al mando de la 1ª Compañía del 6º Regimiento a pie de la 7ª División Panzer, la unidad del general Erwin Rommel. Su capitán se ausentó a la búsqueda de “víveres”, como él les llamaba, ordenando al suboficial localizar un lugar donde acampar.
–Cabo Meyer, informe a la compañía que acamparemos en torno a aquel edificio– ordenó señalando una iglesia de grandes dimensiones.–Se acabó la carrera por hoy.
El ataque alemán fue fulgurante. En poco más de una semana las unidades acorazadas y motorizadas salieron de la Ardenas y casi alcanzaron la costa de Calais.
–Todavía me acuerdo de aquel viejo de la gasolinera– recordó Meyer mientras descargaban el material en el muro trasero de la iglesia.–Aparcó el teniente Fritz con su panzer y dijo: “Buenas tardes señor, lléneme el depósito por favor”– la anécdota provocó las carcajadas de los soldados presentes.
–Bueno, y cuando aquella anciana en la panadería recriminó al capitán porque el carnaval ya había pasado: “Es un disfraz de muy mal gusto, jovencito”.– añadió otro soldado. Más risas.
La moral era alta. Tenían la certeza de que Francia caería pronto y podrían irse de permiso a Paris en busca de alguna bonita mademoiselle.
Mientras tanto Gerhard observaba los alrededores con mirada estratégica. Un ligero escozor obligó a rascarse la nuca, síntoma de que algo iba mal.
–¡Silencio!– gritó Stein.
La compañía entera cerró la boca mirando al suboficial. Se escuchó un leve silbido.
–¡Al suelo!– volvió a gritar en el momento que se produjo una explosión cercana.– ¡Fuego de mortero, todos a cubierto!
De repente un infierno de explosiones se abatió sobre los alemanes. Todos buscaron cobertura tras los muros de la iglesia o de las casas colindantes. Hasta que, después de cinco interminables minutos, el bombardeo cesó .
–Meyer, conmigo. Klaus, Rob y Stendhal, coged la “máquina” y seguidme. Otto, contacta con el regimiento y pide refuerzos, nos atacan. El resto cubríos tras los muros de la iglesia.– ordenó Gerhard con la certeza del veterano que ha vivido muchos bombardeos previos a un ataque.
La iglesia era de estilo gótico con planta rectangular. Alrededor tenía un cementerio antiguo con lápidas muy ornamentadas y todo ello rodeado por un muro de piedra de unos dos metros. La primera compañía se movió con movimientos calculados y entrenados.
El grupo del sargento abrió la puerta del edificio y se encontró un grupo de fieles y un cura acurrucados en una esquina.
–Stendhal, explícales lo que pasa y llévalos a la cripta, si es que hay de eso aquí.– dijo Stein y el soldado empezó a verborrear en francés.
El resto subieron al alto campanario. Desde esa posición privilegiada pudieron observar la escena.
Por los campos, al oeste, avanzaban varios centenares de soldados ingleses apoyados por varios tanques del modelo Matilda. Al norte de la iglesia estaban tomando posiciones los compañeros de la sección de armas de apoyo con tres cañones anticarro de 37mm. Al sur, se podían ver unas cuantas casas seguidas de una extensión de campos, cuyo límite llegaba hasta las colinas a unos 2 kilómetros de distancia. Tendrían que aguantar la embestida ellos solos.
Klaus montó la ametralladora MG-34 y el resto de la compañía esperaba órdenes detrás de los muros del cementerio. El enemigo se encontraba a unos 500 metros.
–Esperad, calma, dejad que se acerquen.– susurró el sargento. Verificó que todos tenían visualizada su posición y, por gestos, les ordenó esperar.
Los ingleses avanzaban sin mucha cautela. Los más viejos habrían pensado que todavía estaban en la Primera Guerra por la manera en que se movían por el campo.
Cuando el enemigo pasó los 200 metros se desató la tormenta.
–¡Fuego!– ordenó Stein bajando el brazo.
Los cañones abrieron fuego sobre los blindados y la MG-34 escupió su habitual cariño sobre la infantería.
Los ingleses se tiraron al suelo, algunos de ellos muertos o heridos. Los vehículos blindados pararon su lento avance moviendo sus torretas buscando al enemigo. Los 37mm estaban bien camuflados tras unos setos pero no tardarían en localizarlos.
Tras varias andanadas, ningún proyectil había penetrado el duro blindaje frontal de los carros de combate. La situación se hacía difícil por momentos. La infantería inglesa se percató de este hecho y se parapetaron tras sus vehículos acorazados para seguir el avance.
El sargento le daba vueltas a la cabeza y no sabía cómo salir de aquel atolladero. Su gente, abajo, esperaba órdenes. Atacar frontalmente era un suicidio sin eliminar antes a los blindados.
–¡Otto!–gritó por la escalera de caracol– ¿Dónde está esa ayuda?
–Están de camino señor pero van a tardar. Y la Luftwaffe no contesta.
Tendrían que resistir. Una brecha en este sector resultaría nefasta para el avance de todo el Ejército.
Se le ocurrió algo.
–Cabo, corra y diga a los artilleros que disparen a las orugas. Parece mentira que no se les haya ocurrido todavía.– Meyer bajó los peldaños de tres en tres.
Justo en ese instante un proyectil impactó en la torre. Tras la confusión inicial Gerhard pudo constatar que Klaus había muerto con la cara destrozada por la metralla. Ahora estaba solo allí arriba.
Tras unos momentos de conmoción por el impacto y por ver la cara de su compañero muerto, Gerhard volvió a ejercer el mando. Por señas indicó a los soldados parapetados tras el muro que retrocediesen e iniciaran un movimiento de pinza para atacar los flancos de la fuerza enemiga. Alguien debería atraer el fuego y mantener ocupados a los ingleses. Asumió su papel con estoicidad. Quizá sería su última misión. No le daba tiempo de escribir a su padre en la lejana Prusia como siempre hacía. Esperaba que a su casa llegara una carta del ejército indicando la valentía y el patriotismo de su amado hijo. Como tantas otras veces, hoy no le decepcionaría.
Había impartido todas las órdenes pertinentes y ahora quedaba solo él contra la fuerza asaltante, como el general Custer contra los indios en Little Big Horn.
Pudo apreciar que los cañones conseguían un éxito parcial inmovilizando algún que otro tanque pero resultaba insuficiente para detener al enemigo. Los ingleses llegaban a la iglesia.
Se armó de valor, cambió el cañón ardiente por otro frío, amartilló el arma y comenzó a lanzar balas e improperios contra los tímidos soldados ingleses. Pudo contar una docena de impactos con éxito hasta que un infierno se cernió sobre su cabeza. La mayoría de los enemigos disparaban a su posición. Los proyectiles silbaron alrededor del sargento mayor Gerhard Stein, el circunstancial jefe de la primera compañía, que se cubrió a riesgo de morir acribillado. Los impactos rebotaban en la única campana y provocaban un ruido ensordecedor.
El estruendo lo volvió loco y poco importaba ya, no saldría vivo de allí, pensó. Recargó el arma y, gritando, comenzó a disparar de nuevo. En su locura de sangre apuntó y disparó sobre un vehículo cercano, sabiendo que no podía dañarlo. Mientras lo rociaba de fuego, de repente, el blindado explotó lanzando su torreta por los aires. Miró su ametralladora incrédulo. Otro carro reventó, y luego otro y otro… habían llegado los refuerzos.
Pudo distinguir con los prismáticos, en las colinas al sur, una batería de cañones de 88mm antiaéreos disparando a los tanques. No podía dar crédito a que un cañón destinado a abatir aviones se utilizara para destruir blindados, pero por todos los dioses, ¡era efectivo!
Al mismo tiempo, su compañía, siguiendo sus órdenes, flanqueaban al enemigo que, al ver la destrucción de su fuerza acorazada, se batía en retirada, corriendo como conejos a esconderse por donde habían venido.
Stein se apoyó en la pared agujereada de su atalaya mientras sacaba un cigarrillo de su pitillera. Otra misión con éxito. Alguien allí arriba le protegía, pensó mirando al cielo.
Quizá era un buen momento para retirarse en este pueblecito donde había vuelto a nacer.
El cabo Sam Meyer subió corriendo y respiró con alivio al ver a su jefe con vida. Era difícil de admitir pero había sobrevivido mientras que el campanario tendría que restaurarse casi por completo.
Gerhard recogió las insignias y las pertenencias de Klaus. La siguiente misión consistiría en comunicar la noticia a la familia. Asumía su responsabilidad.
Se rascó la nuca mientras bajaba los desgastados peldaños…
Continuará….