En Marzo del 1244 concluyó la denominada “Cruzada contra los Cátaros” o “ Cruzada albigense”. El punto final fue el castillo de Montsegur, cerca de Carcassonne, donde el ejército cruzado, formado por lo más variopinto que se podía reclutar por la simple promesa de un botín, sitió a los pocos Buenos Hombres que quedaban en Francia incluyendo al Obispo de Toulouse y varios nobles que apoyaron la causa. Tras diez meses de asedio se decidió llegar a un trato y los sitiados se entregaron, concluyendo así la “herejía cátara”. Poco más de 50 años después los Templarios tendrían un final parecido. Se estaba forjando un Poder que llegará hasta nuestros días y que fue capaz de subyugar a medio mundo.
La Última Esperanza
La mujer atravesó el patio con paso lento. A su alrededor se agolpaban los pocos residentes que quedaban de un castillo derrotado: familias con sus hijos, ancianos y soldados con cara sucia y triste.
Había llegado la hora.
Pronto saldrían del recinto que los cobijó durante diez largos meses de asedio. La sed y el hambre ganaron la batalla.
A pesar de ello, el trato no fue malo. Se le perdonaría la vida a todos aquellos que abjuraran de la fe cátara. Así acabaría la aventura de unos cuantos Buenos Hombres y Mujeres que decidieron seguir los verdaderos preceptos de la vida cristiana. Según la Iglesia Católica vigente eran poco más que apestados a los que había que quemar en la hoguera. Las llamas, decían, purificarían esos cuerpos corruptos que tuvieron la osadía de negar la Biblia, la estupidez de vivir únicamente de la limosna y el disparate de respetar a los animales y a todo ser viviente. Estaba claro para los “verdaderos cristianos” que esa apostasía que ellos mismos llamaron “Catarismo” (los puros) no era más que una locura transitoria que se debía neutralizar para evitar el contagio.
La joven se remangó el hábito y subió la escalinata hacia lo alto de la única torre. El aire olía a humedad. La época de lluvias estaba cerca.
Las sandalias de esparto resonaban en la piedra gris y desgastada de los peldaños.
– Nos esperan Maestro.– anunció la mujer al abrir la puerta.
Era una habitación austera: un camastro, una pequeña arqueta y, sentado junto a una mesa sencilla, un anciano vestido con túnica negra que escribía con parsimonia en un pergamino.
– Cierto es mi querida Herminie. No podemos contrariar al destino y mucho menos a nuestros estimados inquisidores.– afirmó Bertrán Martí, el último obispo cátaro de Toulouse.– pero antes debemos dar partida al mayor tesoro de la humanidad.
Del pequeño arcón sacó un cofre humilde de madera, sin ornamentos, cerrado con un candado de hierro.
– Toma y ten cuidado de él. –dijo mientras le ofrecía la caja y una llave en una cadena que tenía al cuello.
– Pero, señor, yo… no…
– No debe caer en malas manos. Mucha y buena gente murió para protegerlo.– hizo una pausa prolongada ajeno a las palabras de la mujer.
La cara de Herminie palideció. Hacía años desde que adquirió el estatus de Perfecta dentro de la orden, un título que se le ofrecía únicamente a los más puros de corazón. Pero jamás había tenido en sus manos el legendario Grial. Ni siquiera sabía lo que contenía aquella simple cajita. La verdad es que era irrelevante su contenido. Su misma existencia irradiaba poder.
– Busca al hermano Guilherme en tierras catalanas y dáselo. Él sabrá qué hacer. Nuestra labor aquí ha concluido.–dijo acariciando el rostro pálido y suave de su fiel ayudante.
La joven no supo qué decir. Su piel con aroma a jabón de jazmín, su pelo color caoba tapándole el ojo derecho, su otro ojo encharcado en lágrimas; todo indicaba una profunda emoción y responsabilidad a partes iguales.
Su mentor le cogió la cabeza con ambas manos cariñosamente.
– Durante años nos han perseguido pero ahora todo acabó. Por fin tienen lo que buscaban: el monopolio de la fe de toda la cristiandad. Desde sus púlpitos dorados promulgan una ideología que ellos mismos no cumplen. Son ricos y poderosos en vez de hacer voto de pobreza como nuestro señor. Chantajean a inocentes con la amenaza de la excomulgación, cuando todos los seres vivos son libres por naturaleza y porque así lo dijo Jesús. Tú lo sabes bien, la mujer es un mero instrumento o adorno del que servirse cuando uno desee.– hizo una pausa para recoger su pequeño Evangelio de San Juan y su marmita de madera y colocar todo ello en una bolsa al cinto hecho de soga de cáñamo.
– Hay algo que no saben. Pronto lucharán entre ellos porque su ambición no tiene límites. Se robarán, se matarán, incumplirán todos los mandamientos de Dios para enriquecerse y dominar el mundo entero. Nuestro destino será compartido por otros que no piensen igual que ellos. Para Roma todo aquel que discrepe es susceptible de perder su patrimonio y su vida. Gloria in excelsis Deo.
Cruzó la puerta para dirigirse al patio.
– ¡Señor! Mi destino era la hoguera, con vos.– dijo la mujer llorando.
– No será hoy mi pequeña.– bajó los escalones sin mirar atrás.
Herminie observaba desde la ventana cómo su mentor y padre a la vez bajaba por el camino, seguido de un rio de gentes entre soldados, nobles y campesinos.
El viejo no volvió la mirada.
Los cruzados ascendieron por el mismo sendero con prisa, ávidos por conseguir algo que no iban a tener.
Herminie se calzó la capucha de su túnica color crema y se hundió en las sombras de un pasadizo que la llevaría lejos de la montaña.
No pudo contemplar el final de aquel hombre que le rescató de unos padres que habían dispuesto para ella un final muy “católico”, presa de un marido al que no quería y procreando en nombre de Dios.
No pudo presenciar cómo Bertrán y todos los demás se introducían en el hoyo de piedras y maderas.
No pudo horrorizarse con la ignominia de los inquisidores, orgullosos de su acto, mientras ordenaban prender la pira incumpliendo el pacto establecido y quemándolos a todos.
No pudo enorgullecerse de su mentor cuando el fuego alcanzaba sus sencillos ropajes y, en vez de gritar, sonreía.
Pero si pudo reír a carcajadas al salir de la gruta y ver que empezaba a llover a mares.